CAPÍTULO 1
La madrugada había caído sobre la
ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Umberto Cienfuegos, un pordiosero ebrio,
se refugiaba del frío en un polígono abandonado en las afueras, en la última
cabina tradicional que aún no se había tragado la red de repetidores de
telefonía móvil que inundaban el territorio nacional. Apuraba con desesperación
el vino que contenía la botella que –a cambio de no pedir limosna entre sus
clientes− le había rellenado el dueño de un restaurante del barrio pesquero.
Estaba sentado sobre un cartón, en el suelo, con la espalda apoyada en el
cristal. No había nadie en las cercanías porque por aquella zona no había
viviendas. En aquella noche sin luna y cielo despejado las únicas luces que
podía distinguir eran las de las farolas de la circunvalación al norte, y las de
la ciudad frente a él. Hacía algo de viento, y el viento hacía temblar los
cristales. Así, desde el interior de la cabina se veían tantos reflejos y
reflejos de reflejos, que resultaba difícil distinguir lo que era realidad de lo
que no.
De pronto, contrastando con la
oscuridad nocturna, creyó detectar el reflejo de un conjunto atípico de luces en
movimiento que debían encontrarse en algún lugar a su espalda. Al principio
pensó que se trataba de otro de esos aviones militares que, de forma habitual,
surcaban aquel cielo en dirección al aeropuerto, pues también podía escucharse
una especie de zumbido. Pronto descartó esa posibilidad porque eran demasiadas
luces para pertenecer a un único ingenio humano. Así que pensó que también
podría tratarse del reflejo de la ciudad. No paraba de cabecear por culpa del
sueño y del vino, como si no fuera más que un marinero primerizo. Entrecerró los
ojos para enfocar mejor. Pensó que tampoco podía ser eso. No podía tratarse de
la ciudad, ya que ésta se encontraba justo frente a él, a medio kilómetro
bajando la ladera, por lo que de ninguna manera podría reflejarse en ese
cristal. Aunque estaba bastante borracho, estaba convencido de que detrás de él
no había nada más que el inmenso solar descampado sobre el cual, se rumoreaba,
se levantaría una inmensa ciudad deportiva de proyección
internacional.
La cabeza se balanceaba sin
control de un lado a otro y chocaba repetidamente contra los cristales, aunque
hacía un gran esfuerzo por no caer en el sueño de los embriagados. Dejó de
observar la imagen y miró hacia atrás para salir de dudas. En medio de la
oscuridad, descubrió algo sorprendente incluso para un borracho. Era como una
inmensa plataforma de luces allí donde él pensaba que no había nada. La mayoría
de las luces, de color blanco, se disponían en filas y recortaban la silueta de
lo que parecían ser carreteras. De las otras solo podría decir que eran farolas,
y que iluminaban a su vez una serie de casas modestas y edificios pulcramente
distribuidos. También las dimensiones llamaron poderosamente su atención, pues
podía medir varios kilómetros de largo, una verdadera ciudad. Sin embargo, lo
que más le llamó la atención, era que aquella ciudad se estaba moviendo. Aquella
ciudad… ¡estaba descendiendo del cielo!
Su sueño se disipó. Se puso de pie
como pudo y se colocó de frente a aquel espectáculo de luces. Examinó con gesto
severo el poco vino que quedaba en el fondo de la botella, habituado como estaba
a responsabilizar al elixir de todo lo malo que le sucedía. Seguramente el
alcohol era el culpable de muchas cosas, pero en ese momento no creía estar tan
bebido como para ver ciudades movedizas, al menos no de esa forma. Ciertamente,
cuando tenía más alcohol que sangre en las venas, podía distinguir en el techo
del cajero en el que solía dormir el movimiento circular de una serie de luces
que aparecían y desaparecían, y que siempre acababan en un sueño
profundo.
Pero aquella ciudad móvil era
distinta, pues, sencillamente, procedía del cielo.
A continuación se hizo dos
preguntas.
−¿Es posible que Dios se esté
tomando todas estas molestias para recogerme y llevarme al paraíso, o a un sitio
mejor?
Y la duda más
importante:
−¿Habrá vino en el
cielo?
Al final, aquella ciudad acabó
asentándose firmemente sobre el inmenso solar donde estaba proyectada la magna
instalación deportiva. Apuró el resto del vino, dejó caer la botella sobre el
cartón que cubría el suelo de la cabina y, ni corto ni perezoso, fue a dar aviso
a las autoridades de la llegada de «El Cielo» o, por el contrario, de la llegada
de los invasores galácticos.
Dos agentes de la policía local
dejaron aparcado su coche patrulla en línea amarilla junto a la entrada del
parking de un centro comercial por donde no pasaba nadie a tan altas horas de la
madrugada. Se disponían a dar cuenta del tentempié a base de sándwiches
plastificados que les despachó la dependienta nocturna de la gasolinera. Los
polizontes detectaron con bastante antelación el peligroso recorrido del
borracho, que parecía estar recorriendo un estrecho laberinto de invisibles
paredes. Parecía que fuera a caerse en cualquier momento, aunque lógicamente
aquel hombre estaba acostumbrado a desplazarse con ese traqueteo constante en
zigzag, desafiando a las más razonables pautas de la ley de Newton.
−Mierda, viene hacia nosotros, el
borracho ese… Umberto, a ver que quiere ahora.
−Yo no le pienso dar nada. Qué
trabaje.
−Agente, agente,
disculpe.
−¿Qué quieres ahora, hombre? ¿No
ves que estamos comiendo? –dijo alejándose de la ventana para evitar el mal olor
del indigente.
−Agente, agente, disculpe, pero
esto es importante. Ahí arriba –y señaló aparatosamente hacia el lugar de la
aparición, que no se veía desde aquel lugar− he encontrado una ciudad. Pero es
que viene del cielo, y, no sé…, pensé que ustedes tendrían que
saberlo.
El policía más veterano, que iba
de copiloto, acababa de deglutir medio sándwich de cangrejo de un bocado y
decidió tomarle un poco el pelo.
−¿Como sabes que viene del cielo?
¿Has visto ángeles o extraterrestres? –preguntó con autoridad, como si aquel
dato fuera extremadamente necesario.
El conductor se echó a reír, y el
indigente no supo de qué manera debía interpretar aquella risa. Respondió con el
máximo respeto.
−Bajó del cielo, lentamente, y
estaba iluminado como un árbol de navidad… Pero no he visto a nadie, la
verdad.
−Eso es que te falta otra botella
de vino, para agudizar la vista.
Más risas.
−Verás Umberto, nosotros no
podemos actuar si no sabemos si son extraterrestres o ángeles, porque el
protocolo en uno y otro caso es completamente diferente. Así que tienes que
regresar para vigilar sus movimientos, y cuando estés seguro de quienes son, si
Aliens, Transformers o los invasores
de cuerpos, entonces vienes y nos informas. Nosotros cuando acabemos de comer
vamos a buscar a la guardia nacional y levantamos acta. ¿De acuerdo?
Cuando ya había acabado de hablar,
el compañero se estaba mondando de la risa, pero Umberto asentía con
sumisión.
−Como usted mande... −Umberto se
encogió de hombros, como si se avergonzara por aquello que iba a sugerir− ¿Jefe,
usted me daría un euro por la información? Hoy es mi cumpleaños.
−Éste cumple años todas las
semanas. Eso te pasa por hacerle caso –dijo el copiloto interrumpiendo su
algarabía.
El compañero negó en señal de
hastío, pero como se había excedido comprando viandas en la gasolinera decidió
hacer su buena acción de la noche y le hizo entrega de un zumo y medio
sándwich.
−Si te doy dinero, ya sabemos en
qué te lo vas a gastar. Llévate esto y te vas a vigilar la ciudad fantasma que
descendió del cielo. Mañana tendrás que venir al cuartel para que nos ayudes a
rellenar el informe de control de tráfico interplanetario, como testigo directo,
así que no pierdas detalle.
−Eso, no pierdas detalle –dijo el
risueño compañero mientras veía, a través del retrovisor del vehículo, como se
alejaba Umberto.
Él, satisfecho por haber cumplido
con su deber de colaborar con las autoridades, se apresuró a recorrer los pocos
kilómetros de camino que restaban hacia la misteriosa ciudad. Pensó que, si se
daba prisa, quizá podría llegar antes que la guardia nacional.
***
La mañana siguiente era
especialmente fría y húmeda. No había hecho acto de aparición ni la guardia
nacional, ni los bomberos, ni la policía, ni ningún otro organismo oficial. Tuvo
que ser un lujoso Audi A-3 Sedán oscuro quien rompiera la gélida paz de los
primeros fulgores.
Conducía muy despacio al tiempo
que levantaba una nube de polvo sobre la carretera sin pavimentar que Umberto
había recorrido varias veces la noche anterior. Parecía estar buscando algo. El
conductor frenó en la cuneta, carraspeó con inquietud, volvió a consultar el GPS
y reemprendió la marcha. Pasada una vieja cabina de teléfono de un polígono
abandonado en las afueras, detuvo definitivamente su vehículo, y el becario que
marchaba de copiloto, cubierto de planos y papeles hasta el cuello, sugirió
llamar para confirmar la localización exacta. El reconocido arquitecto catalán
Abraham Escamilla, quien había acudido a proyectar la obra, se apeó del coche,
hizo unos garabatos en su libreta y, contrariado, marcó el número del Alcalde
sobre la pantalla táctil de su moderno smartphone.
Al escuchar su voz al otro lado
volvió a carraspear y le dijo que, según sus notas, en aquel lugar era imposible
construir un campo de futbol, y mucho menos la Mega Ciudad Deportiva, referencia
mundial del deporte que le habían encargado planificar.
−Por el amor de dios, si está
edificado y tiene un desnivel de más de cien metros. Deslomar todo esto y
derribar todas esas casas llevaría años y un presupuesto mucho mayor del que se
había acordado.
El Alcalde volvió a repetir las
coordenadas, y el arquitecto volvió a repetir lo mismo, que allí no había ningún
solar apto para los planes señalados.
−Mire señor Sebastián –David
Sebastián era el nombre del Alcalde de Las Palmas de Gran Canaria−, se lo
describiré. Lo que yo veo en este lugar es un terreno con más de cien, puede que
incluso doscientas edificaciones de dos pisos de forma circular rodeadas de
jardines y variados y exóticos árboles frutales. Las laderas están cubiertas de
arbustos que parecen dar frutos, y hay como unos hongos gigantes que deben ser
algo típico de aquí, setas gigantes, sí. Las carreteras que rodean las cuadras
que le indiqué son blancas, tienen amplias aceras y parecen girar en torno al
edificio más alto, una pirámide de seis plantas de altura, justo en el centro de
la población. Y hay otras dos pirámides más, una al norte y otra al sur de la
que le indiqué, parece que alineadas… Sí, muy egipcias, sí. No hay muros ni
verjas, pero si farolas. Puede tener dos kilómetros de largo, y de ancho, pues
un kilómetro y medio, aproximadamente. No se lo puedo precisar en este momento
porque no tengo la perspectiva, pero bueno, creo que ya se debe hacer una
idea.
El Alcalde mandó un coche de
policía para sacar del error al arquitecto más reputado de Barcelona, pero
cuando los agentes le llamaron para confirmar que el arquitecto tenía razón, que
había una especie de urbanización en el lugar, una pequeña ciudad, el Alcalde se
quedó mudo.
Tenía que haber algún error. Ya
era difícil de creer que un reputado arquitecto fuera incapaz de encontrar las
coordenadas de una parcela de casi dos millones de metros cuadrados en las
afueras de la capital, pero el colmo era que aquellos policías desconocieran la
demarcación que patrullaban a diario.
Se puso la chaqueta e instó al
chofer a esperarle en la puerta del ayuntamiento con el vehículo oficial en
marcha.
Cuando el chófer levantó el freno
de mano, el rostro del Alcalde ya parecía bastante descolocado. Aunque algo
fondón, el corte elegante de su traje le hacía pasar por corpulento, y las gafas
de pasta negra y el flequillo cano que se balanceaba libremente por su frente
completaban una estampa de pícaro director de banco con don de
gentes.
Tras bajarse del vehículo, David
Sebastián saludó al arquitecto y a su ayudante, se ajustó las gafas de pasta y
comprobó que todo cuanto había dicho el experto era cierto. Era tal su sorpresa
que, muy disgustado, exigió a los dos policías una explicación convincente. Sin
embargo, los agentes municipales estaban aún más confusos que él. Habían
patrullado por aquella zona cientos de veces, la última, dos días antes, y no
les sonaba nada de aquello. Era imposible haber levantado todo aquel tinglado en
tan sólo dos días.
−¿Que se supone que debo hacer
ahora? ¿A quién llamo? ¿A los abogados del ayuntamiento? ¿A Iker
Jiménez?
Fue el arquitecto quien añadió,
irónico:
−¿Y por qué no llama directamente
al Presidente del Gobierno?
El alcalde se quedó pensativo. A
pesar de que el arquitecto sólo quiso añadir un toque irónico, no era una
sugerencia muy descabellada.
–Al Presidente no, pero sí a
Janina, el Delegado del Gobierno. Y espero que todo esto, este delirio, no
desaparezca tan rápido como ha venido o me convertiré en el hazmerreir de todo
el mundo.
Uno de los policías le intentó
tranquilizar y le puso la mano sobre el hombro.
–Si eso ocurre, no será usted el
único que quede en ridículo. Mientras esperábamos hemos sacado más de cien fotos
y las hemos enviado al cuartel. Nos confirman que no estamos locos, y que ningún
compañero ha visto nada parecido a esto.
En poco más de una hora, la zona
estaba abarrotada de vehículos de la policía local, quienes acordonaban el
perímetro y seguían sacando fotos. También fueron convocados varias ambulancias,
un camión de bomberos y varios furgones del Grupo Especial de Operaciones (GEO)
del Cuerpo Nacional de Policía, pero se esperaban muchas más unidades
motorizadas de diversas insignias.
A pesar de su incipiente alopecia
y más de medio siglo de edad, Ezequiel Janina era un hombre de presencia física
dominante. Irradiaba autoridad gracias a la gravedad de su voz, la estudiada
energía de su lenguaje corporal y, sobre todo, a sus robustos ciento noventa y
cinco centímetros de altura. Janina sólo llevaba un año en el cargo de Delegado
del Gobierno y de él se podrían decir muchas cosas, pero en ningún caso que
careciera de experiencia. Tras décadas ejerciendo de fiscal decidió apartarse de
su labor para dedicarse por entero a la política. Demostró su valía batallando
durante cinco años contra los grupos de la oposición, convirtiéndose así en
pieza clave en la consecución de la mayoría de escaños en su demarcación
territorial. Eso contribuyó a la victoria de su partido en las anteriores
elecciones generales, por lo que desde Madrid se le premió con aquel puesto de
responsabilidad. Sin embargo, las malas lenguas afirmaban que su ambición no se
satisfacía únicamente con un cargo autonómico. Colaborador habitual en
televisión y prensa escrita, era muy conocido por su afilada lengua y una
capacidad analítica destacable, lo que le convertía a ojos de un gran número de
votantes y afiliados del partido, en un posible candidato a las próximas
elecciones generales. Eso le había hecho ganarse muchos enemigos, incluso en su
propio partido.
A Janina le acompañaba Rodrigo
Cisneros, Secretario de Seguridad y siempre
inseparable mano derecha de Janina. De nariz afilada, inexpresivos labios y ojos
taimados, de él se contaba que por sus venas corría sangre del mismísimo
eclesiástico medieval Cardenal Cisneros, de quien habría heredado su astucia e
incluso un sorprendente parecido físico con el retrato de su
antecesor.
Janina y Cisneros se encargaron de
planificar la entrada y primer contacto con aquella pequeña ciudad. Sólo de
forma testimonial consultaban o compartían algún detalle con el Alcalde, quien
sabía de antemano que aquellos dos pájaros serían quienes salieran en todas las
portadas. Estuvieron de acuerdo en habilitar más servicios de seguridad
retirando los días libres de los cuerpos policiales, e instaron al Gobierno a
decretar el Estado de Alarma en los cuarteles isleños de los tres
ejércitos.
Al amanecer, muchos habitantes de
las zonas cercanas se asomaban a sus ventanas, se restregaban los ojos y se
buscaban a sí mismos en las camas, temiendo no haberse despertado completamente.
Atraídos por la presencia de tanto vehículo policial y la espectral aparición,
una gran cantidad de curiosos interrumpían sus trayectos y detenían sus
vehículos en las cercanías. Sin embargo, su curiosidad no conseguía ningún
premio, pues los efectivos policiales se encargaban de frenarlos con
energía.
Aunque Janina no quería informar a
la prensa hasta determinar el origen exacto de la «aparición», se negaba en
rotundo a aceptar cualquier alocada teoría. Aún así, en poco más de una hora,
que era lo que llevaba en el lugar, no pudo evitar escuchar en más de diez
ocasiones las palabras «extraterrestre», «milagro» y «fantasma». Por lo tanto,
atendió el consejo de Cisneros y ordenó la entrada e inspección de la pequeña
ciudad antes de que aquello se convirtiera en un correcalles de periodistas y
paparazzis.
La misión de reconocimiento sería
llevada a cabo por doce miembros de los GEO comandados por un Inspector. Su
objetivo consistía en inspeccionar el lugar, extraer a todos los ocupantes que
se encontraran en su interior, hostiles o no, usando la fuerza para defenderse
si fuera necesario. Serían acompañados por una unidad de bomberos, una
ambulancia y un equipo NBQ del Ejército, quienes darían la alerta ante cualquier
índice de radioactividad fuera de lo común. La Policía Local recibió la misión
de controlar el perímetro.
La comitiva motorizada sufrió el
primer incidente al comprobar que, a medida que traspasaban los límites de la
nueva ciudad, los vehículos dejaban de funcionar. −¿Para qué servirían entonces
aquellas carreteras?− se preguntaron. También en ese momento descubrieron que la
comunicación por radio resultaba imposible.
Retrocedieron lo suficiente como para recuperar la cobertura e informaron
de tal novedad. Janina blasfemó entre dientes y les ordenó que entraran de todas
formas, pues él controlaría sus pasos a través de los prismáticos. Antes de
iniciar la segunda tentativa, se integraron al grupo un equipo de filmación y un
geólogo del cabildo, recientemente incorporados.
Estos también recorrieron las
primeras calles a pesar de que las cámaras tampoco funcionaban, y continuaron
incluso cuando se dieron cuenta de que los teléfonos móviles, ordenadores, GPS e
incluso sus relojes también se habían vuelto inservibles. Los GEO iban en cabeza
y separados del resto. Siempre era de admirar la coreografía táctica que
desarrollaban en todo momento aquellos hombres vestidos de negro perfectamente
coordinados, provistos de casco, chaleco, subfusil y resto del equipamiento. Un
policía, el último de la fila, extrajo su pistola de la funda, apuntó al
Inspector por la espalda y apretó el gatillo. Como esperaba, el mecanismo del
arma no produjo el efecto deseado.
−Las armas de fuego tampoco
funcionan en este lugar, Inspector.
−¿Cómo lo sabes? ¿Has disparado al
aire?
−Sí, señor.
−Pues no importa. No podemos
lamentarnos por lo que funciona y lo que no, así que continuaremos a pesar de la
falta de cobertura de fuego. Si es necesario defendernos utilizaremos el bastón
extensible.
Los bomberos y sanitarios también
entraron a pie, pero cargando con extintores y botiquines portátiles. Pronto
todos parecieron coincidir en que no existía ningún riesgo y que tan sólo se
trataba de un montón de casas deshabitadas. Pero no les correspondía a ellos
llegar a dicha conclusión.
En medio de un silencio sepulcral
los funcionarios avanzaban, como si participaran en una solemne procesión, sobre
el asfalto blanco de un material parecido al cemento, en dirección a la pirámide
central de la ciudad. Habían escogido uno de los caminos al azar −tan estrecho
que sólo permitiría el paso de un camión de buen tamaño− de los muchos que
atravesaban aquel «Expediente X» de lado a lado, y que se ajustaba a alguna
fórmula geométrica indeterminada relacionada con las pirámides.
Algunos tenían la sensación de
estar adentrándose en un futurista parque temático de inspiración rústica, pues
ni las casas, ni los árboles, ni los materiales tenían nada que ver con lo
anteriormente conocido.
Descubrieron que aquellas
edificaciones no tenían dos plantas, sino tres, aunque una permanecía
parcialmente bajo tierra. Cada edificio estaba rodeado de terrenos con
diferentes cultivos, y cada cuadra era casi idéntica a las aledañas. Dichas
construcciones constaban de doce viviendas de pequeño tamaño y disponían de un
pequeño aljibe en la base. Eran obras rústicas, de formas redondeadas y estaban
recubiertas de una especie de adobe marrón claro. Habían contado ciento
cincuenta casas, así que el número de posibles lugares habitacionales debía
rondar los dos millares.
La tierra tampoco parecía
autóctona, pues su color marrón y su compacta textura le conferían una
apariencia de extraordinaria fertilidad. De cualquier forma, una gruesa capa de
una extraña hierba o musgo verde recubría casi todo cuanto no estaba ocupado por
otros cultivos.
A cada paso que daban descubrían
variedades de flora nunca vistas y que, desde luego, no tenían nada que ver con
la particular flora endémica canaria. Todos se fijaron especialmente en una
llamativa especie de setas gigantes de dos metros de altura con campanas de
otros dos metros de ancho. Bajo cada campana había pliegues donde se amontonaban
cientos de frutos del tamaño de un puño. Parecía una buena forma de aprovechar
el espacio de producción, y lo mismo sucedía con las plantaciones de tubérculos,
que no eran llanas, sino en forma de «uve». Había estanques de algas y varios
sofisticados invernaderos de cinco niveles donde unos hipotéticos agricultores
podrían trabajar sin agacharse. Otros muchos más arbustos y árboles
completamente desconocidos se esparcían en todas direcciones, por las laderas y
espacios libres, cargados de frutos sobre las copas y algunos también en su
base.
Al margen de dichas estructuras de
subsistencia, cualquiera que fuese el creador había dispuesto una red de zonas
recreativas en forma de senderos, zonas de reunión, espacios abiertos y cuatro
lagos rodeados de hierba. En el centro de cada lago había un árbol lo bastante
alto como para que sus suculentas ramas atraparan la humedad ambiental y la
volcaran sobre la masa acuática.
Se dieron cuenta de que durante la
casi media hora de reconocimiento, nadie había pronunciado una sola palabra o
hecho una sola observación, hipnotizados quizá por el respetuoso silencio de la
ciudad, sólo salpicado por el goteo constante del caudal hídrico.
Las tres pirámides estaban
perfectamente alineadas y distaban de la más próxima varios centenares de
metros. Hicieron un recorrido en espiral con el objeto de barrer la mayor
superficie posible. A medida que se fueron encontrando con las más pequeñas
intentaron acceder a su interior a través de sus respectivas puertas, pero su
acceso estaba bloqueado. Cuando estaban a punto de hacer lo mismo con la
pirámide central, la más alta de todas, un operario municipal completamente
extenuado, que venía de hacer una larga carrera, les interrumpió para
trasladarles un mensaje. Les dijo que Janina había vigilado su periplo con los
prismáticos y había decidido dar por terminada la misión.
El Inspector de policía y sus
hombres experimentaron una suerte de decepción interior al tener que abandonar
aquel lugar que, inexplicablemente, trasmitía cierta sensación de bienestar. Sin
embargo, tras recibir la orden, se produjo un momento de tensión al abrirse
repentinamente la puerta de la inmensa pirámide.
Los policías esgrimieron sus
defensas y espráis de pimienta, pero tan enérgicas precauciones no se vieron
correspondidas por el tamaño de la amenaza. Vieron salir a un hombre mal vestido
y mal alimentado, de pelo largo y enredado, sucia barba y maltrechas sandalias.
El inspector sintió la tentación de ponerlo de rodillas y engrilletarlo, pero en
realidad su aspecto no ofrecía ningún atisbo de peligrosidad.
−¿Quién es usted?
−Le conozco, jefe –interrumpió un
policía−. Es Umberto, un mendigo, borracho, –diferenció, como si los mendigos
pudieran clasificarse de forma reglamentaria− que pide por Vegueta y en la
iglesia de Santo Domingo.
Umberto sonrió al tiempo que
asentía.
El Inspector cacheó personalmente
a Umberto en busca de posibles armas, pero sin mucho afán. Tras comprobar que
estaba desarmado, le pregunto:
−¿Y qué hace usted aquí? ¿Qué
relación tiene con este lugar?
−Pues, supongo que ahora vivo
aquí. Y con respecto a la segunda pregunta, no sé mucho más. Sé que La Ciudad
llegó anoche, sobre las tres de la madrugada, pero no estoy seguro porque no
tengo reloj. Bajó del cielo y se puso a disposición de todos nosotros. Avisé a
la Policía Local, pero parece que no me creyeron. No les culpo, porque la verdad
es que era una historia difícil de creer, y más conociéndome a mí.
−Es la primera vez que te veo y no
estás borracho –dijo el policía que decía conocerle.
−Y espero que no me vuelvas a ver
nunca más en ese estado. Esta ciudad rehabilita a la gente, tiene algo. Ahora me
siento diferente, me siento como si nunca hubiera tomado esa primera copa de
alcohol.
−Tendrá que acompañarnos –ordenó
el superior jerárquico−. El Delegado estará deseoso de hablar con usted. ¿Sabe
si hay alguien más en este lugar?
−Anoche no había nadie, pero se
llenará. Se llenará.
A pesar de que el Inspector
intentó tranquilizar a Janina, el mando central decidió enviar a algunos civiles
destacados en el Centro Espacial del INTA situado en Maspalomas, al sur de la
isla. Les acompañarían doscientos militares con la misión de peinar la zona con
mayor detenimiento, encontrar el escondite de los invasores y acabar con ellos
si encontraban resistencia.
Umberto se atrevió a decirle a
Janina lo siguiente:
−No creo que sea necesario. No
encontrarán formas de violencia en este lugar. Es un modelo de sociedad
sostenible, con energía limpia, geotérmica, procedente del centro de la tierra,
en la cual todo el que lo desee dispondrá de una pequeña casa con agua potable
canalizada desde el mar o los pozos interiores, y a través de la humedad
ambiental. Además hay terrenos para cultivar semillas de gran calidad y
producción. Es un regalo que nos han hecho Ellos. Quieren que lo llamemos «La
Ciudad», a secas.
−¿Quiénes son «ellos»? ¿Los
extraterrestres?
−Si no son de la tierra, podría
decirse que sí. Los extraterrestres, sí.
−¿Ha hablado con ellos?
−No, aún no han llegado. Creo que
se están ocupando de atar los últimos cabos. Esto no es venir, instalar una
ciudad y marcharse, requiere mucho trabajo. –En este momento se dirigió en voz
alta a los periodistas presentes−. Pero si han dejado un mensaje durante la
noche, en mi mente, para que ustedes los periodistas lo trasmitan a todo el
mundo.
Los profesionales de la
información se acercaron lo máximo posible, pero como los agentes de policía no
les permitían traspasar el cordón de seguridad, Umberto se acercó a la línea de
separación.
−Los seres del otro mundo me han
encargado que les diga a todos aquellos que quieran vivir en esta ciudad que
Ellos nos han ofrecido, que son bien recibidos. Puede que no haya lugar para
todos en este momento, por lo que invitan a todas las naciones a estudiar su
modelo, replicarlo e implantarlo en otras partes del mundo, si les parece
eficiente.
−¿Entonces nosotros podemos
entrar? –interrumpió una voz femenina y rasgada.
La voz provenía de detrás de
ellos. Era una mujer pequeña y flaca, de unos setenta años, cuyo rostro estaba
regado de arrugas de cansancio y preocupación. Detrás de ella se situaba un
hombre alto y tembloroso, aparentemente consumido por la droga y que bien podría
ser su hijo. A pesar de todas las medidas de seguridad, había cientos de
personas amontonadas a cincuenta metros del equipo de Janina y de Umberto. La
noticia había corrido como la pólvora y algunas cámaras de fotos y televisión
daban fe de ello.
−Claro que puedes entrar –contestó
Umberto abriendo los brazos.
Janina elevó su ya de por sí
poderosa voz para contradecir al anterior.
−Aquí soy yo quien está al mando,
y he prohibido el acceso a La Ciudad hasta asegurarnos de que no representa
ningún peligro.
Pero aquella vecina de la
periferia, de baja extracción social, se expresaba con tal desesperación que
parecía dispuesta a desacatar incluso la autoridad del mismísimo rey. Para ella,
sus problemas eran de mayor categoría que cualquier cargo
gubernamental.
−Ya usted oyó a Umberto. Ha pasado
la noche allí dentro y dice que no hay peligro. Está mejor que nunca. Mi hijo
tiene problemas con la droga, ha salido hoy mismo de la cárcel, pero si no hago
algo volverá a entrar o aparecerá muerto en algún barranco, usted lo sabe. Fuera
no hay oportunidades para nosotros, nadie puede poner remedio a esto. Así que
deténgame si eso es lo que quiere, porque voy a entrar en La Ciudad.
Y pasó por debajo de la banda de
plástico del precinto policial. Un periodista aprovechó para hacer numerosas
fotos del curioso desafío.
Avanzó más de diez metros hasta
que varios agentes de policía se interpusieron en su camino, y la mujer les
mostró su rostro más desafiante. Se produjo un momento de máxima tensión. Janina
se veía en una encrucijada. Detener a una mujer mayor que sólo quería ayudar a
su hijo drogodependiente no haría más que deteriorar su posición. Además,
aquella cámara de fotos disparaba flashes como un francotirador desesperado, y
la gente también parecía mostrarse a favor de la mujer.
Cisneros leía la situación de la
misma forma que él y le dio una palmadita en la espalda para sugerirle adoptar
la decisión más pacífica. Janina tuvo que conceder.
−Entrará usted en La Ciudad
–aceptó la simple nomenclatura que había utilizado Umberto−, no se preocupe.
Pero primero los militares deben hacer las comprobaciones de seguridad
necesarias. Esto puede tardar muchas horas.
Yolanda –pues así era conocida− se
tomó varios segundos para mirarle de arriba abajo hasta convencerse de la
sinceridad de sus palabras. Luego retrocedió hasta el cordón de seguridad y se
sentó en el suelo.
−No tenemos nada que hacer,
esperaremos aquí.
***
En Madrid dejaron el asunto en
manos del Ministerio del Interior.
–¿Qué ha aparecido una ciudad de
la nada? ¿Estás de broma?
El secretario observa que el
ministro tiene sobre la mesa decenas de papeles y documentos que los asesores
internos y externos le envían constantemente, principalmente vía fax, y que
desvían su atención. En ningún momento interrumpe su tarea de leer y firmar los
resúmenes de cada documento o ley −junto con la recomendación oficial de los
asesores− que llega a sus manos, a los que debe dar curso. Sigue hablando
mientras navega en medio de aquel océano de burocracia.
–No he querido interrumpirle hasta
estar seguro de que se confirmaban las noticias que venimos recibiendo de los
organismos oficiales. Y efectivamente, ellos están convencidos de que ha
aparecido, de repente, una pequeña ciudad con capacidad para unas cuatro mil
personas, puede que más, y no saben si procede del cielo o del centro de la
tierra. Tenemos fotos y video con el antes y después de la zona, y uno de los
videos ya ha conseguido cuatro millones y medio de visitas en internet, en menos
de dos horas. Aquí tiene.
El ministro deja de lado sus
portafolios y contempla las fotos que le presentan en un moderno dispositivo
digital. Amplía la foto con la yema del dedo, y pasa a la siguiente, y a la
siguiente. Durante unos segundos se muestra entre disgustado y preocupado. Luego
visiona el video.
–Parece el guión de una película.
Creo que alguien, algún gracioso con los medios suficientes, ha montado esta
farsa y se ha producido una especie de locura colectiva, como esos mensajes
virales que se extienden por internet como la pólvora y que luego resultan ser
un montaje.
–Lo dudo, señor ministro. La
ciudad de Las Palmas de Gran Canaria tiene una población de casi medio millón de
habitantes y, a menos que todos hayan desayunado setas alucinógenas con mojo
picón al mismo tiempo, la noticia es real. El cien por cien de las cadenas de
radio, las televisiones y las páginas web de los periódicos locales están
retrasmitiendo la misma noticia con sus reporteros operando sobre el terreno. La
oficina de prensa de Moncloa y del Ministerio…, o mejor dicho, la totalidad de
las centralitas oficiales de Madrid están bloqueadas ante la avalancha de
llamadas que estamos recibiendo para solicitar información, o para advertirnos
de la llegada de una amenaza de origen extraterrestre.
»Janina, el Delegado del Gobierno,
está en la frente de la crisis y ha solicitado desplegar a todo el personal de
los cuerpos policiales, los tres ejércitos, bomberos y protección civil
disponible en la isla para rodear la zona, lo que da muestra de su preocupación.
Si no me equivoco, y creo que no, en pocos minutos todas las televisiones
internacionales, la CNN y la BBC emitirán en directo y sobre el terreno. Así
que, con todo mi respeto, le recomiendo que se olvide por unas horas de esos
papeles, que hable con Janina y que piense exactamente lo que les va a
decir a los doscientos reporteros que se encuentran en estos momentos en los
pasillos y a la salida de este edificio. Está al teléfono.
–De acuerdo, ponme a Janina. Y tú
encárgate de hablar con el Alcalde y el resto de autoridades. Quiero que todos
me confirmen los mismos hechos. Si es cierto lo que dices, tendremos que enviar
a alguien…, y también informar al Presidente.
CAPÍTULO 2
Poco después de que el presidente
español fuera informado, los Estados Unidos de América se desayunaban con la
misma espectacular noticia:
ET CITY
¡Están aquí! Los extraterrestres
nos visitan, ¡para quedarse! Hoy las noticias internacionales se centran en
España, un país al que muchos podrían situar entre Bolivia y Nicaragua, pero que
se encuentra mucho más lejos, al sur de Europa. Es uno de esos pequeños países
europeos que en otro tiempo infundían temor por medio de sus espadas y cañones,
y que ahora se sustenta básicamente de la resaca de los últimos éxitos de su
selección de Soccer, la cual es referencia mundial del deporte.
Sin embargo, hoy España es noticia
por otro motivo, una historia que bien podría constituir el tema central de una
película de ciencia ficción de Hollywood, ya que en isla de Gran Canaria,
perteneciente al archipiélago de Canarias, bien conocido por sus suaves
temperaturas, una ciudad ha aparecido de la nada.
−“La ciudad bajó del cielo”−,
afirman sin dudar los habitantes de la isla atlántica.
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